Robert James Waller

LOS PUENTES DE MADISON COUNTY

 

 EMECÉ EDITORES S.A.

 

 Barcelona 1994

 

 Título original: The bridges of Madison County

 

 Traducción: Alicia Steimberg

 

A los peregrinos

 

Prólogo del autor

 

 Algunas canciones llegan de las praderas de flores azules, libres del polvo de mil caminos. Ésta es una de ellas. A última hora de una tarde de otoño de 1989 estoy sentado ante mi escritorio, mirando el titilar del cursor en la pantalla del ordenador, cuando suena el teléfono. Me llama un tal Michael Johnson, que antes vivía en Iowa y ahora vive en Florida. Un amigo de Iowa le ha enviado uno de mis libros. Michael Johnson lo ha leído, también su hermana Carolyn, y tienen una historia que podría interesar­ me. Michael es parco en palabras, rehúsa decir nada sobre la historia; sólo repite que Carolyn y él están dispuestos a viajar a Iowa para hablarme de ello.

 Me intriga que estén dispuestos a hacer ese esfuerzo a pesar de mi escepticismo sobre estos ofrecimientos. De manera que acepto encontrarme con ellos en Des Moines la semana siguiente.

 Nos vemos por primera vez en un hotel de la cadena "Holiday Inn cerca del aeropuerto, disminuye gradualmente la tensión, y ahí están los dos, sentados frente a mí, mientras fuera cae la tarde y nieva suavemente.

 Me arrancan una promesa: si decido no escri­bir la historia, debo dar mi palabra de que nunca revelaré lo que tuvo lugar en Madison County, Iowa, en 1965, ni otros acontecimientos relacionados que ocurrieron durante los siguientes veinticuatro años. Muy bien, es razonable. Al fin y al cabo la historia es suya, no mía.

 De manera que me limito a escuchar. Escucho muy atentamente, y hago preguntas difíciles. Y ellos hablan. Hablan y hablan y hablan. En cier­tos momentos, Carolyn llora abiertamente y Mi­chael se esfuerza por no hacerlo. Me muestran documentos y recortes de revistas, y una serie de cuadernos escritos por su madre, Francesca.

 El camarero va y viene. Pedimos más café.

Mientras hablan, comienzo a ver imágenes. Prime­ro hay que formarse imágenes, luego vienen las palabras. Y comienzo a oír las palabras, a verlas escritas en el papel. Poco después de medianoche acepto escribir la historia. O al menos intentarlo.

 Les costó tomar la decisión de hacer pública la historia. Las circunstancias son delicadas, in­volucran a su madre y, más tangencialmente, a su padre. Michael y Carolyn admitían que divul­gar estos hechos podía desatar habladurías gro­seras y manchar la memoria de Richard y Fran­cesca Johnson.

 Sin embargo, en un mundo en que el compro­miso personal en todas sus formas parece desmoronarse y el amor se ha convertido en un asunto de conveniencia, los dos sentían que valía la pena contar esta notable historia. En ese momento pensé que tenían razón, y sigo pensándolo con mucha convicción ahora.

 Durante mi investigación y mientras escribía el texto, solicité tres reuniones más con Michael y Carolyn. En cada ocasión, y sin ninguna protesta, viajaron a Iowa. Deseaban fervientemente que se narrara la historia con toda exactitud. Unas veces simplemente hablábamos; otras recorríamos lenta­mente los caminos de Madison County, mientras

ellos me señalaban los lugares que habían tenido un papel significativo.

 Además de utilizar la ayuda que me proporcio­naron Michael y Carolyn, este relato está basado en la información encontrada en los cuadernos de Francesca Johnson; en la investigación realizada en el noroeste de los Estados Unidos, particular­mente en Seattle y Bellingham, en el estado de Washington; en la indagación efectuada, sin que

trascendiera, en Madison County, estado de Iowa.

También me he inspirado en los ensayos fotográficos de Robert Kinkaid; y en los detalles comple­mentarios que me dieron los editores de las revis­tas y los fabricantes de películas y equipo fotográfico. Por fin, mantuve largas y enriquecedo­ras conversaciones con varios ancianos encanta­dores en la residencia del condado de Barnesville, en el estado de Ohio, que recordaban a Kinkaid desde su infancia.

 A pesar del esfuerzo en la investigación, que­dan incógnitas. En esos casos he agregado algo de mi propia imaginación, pero sólo cuando podía de­ducirlo de mi íntimo conocimiento de Francesca y Robert Kinkaid, a los que había ido descubriendo poco a poco. Confío en haber llegado muy cerca de lo que realmente sucedió.

 Pero desconozco, por ejemplo, los pormenores de un viaje que hizo Robert Kinkaid por el norte de los Estados Unidos. Sabemos que lo realizó por una serie de fotografías que luego se publicaron, notas manuscritas que dejó al editor de una revista y una breve mención que aparece en los cuader­nos de Francesca Johnson. Usando estas fuentes como guía, creo haber adivinado el camino que tomó desde Bellingham hasta Madison County en agosto de 1965. Cuando volvía en coche a Madison County, al final de mis viajes, sentía que de alguna

manera me había transformado en Robert Kinkaid.

 Sin embargo, tratar de capturar la esencia de Kinkaid fue la parte más exigente de mi investi­gación y de la escritura del texto. Es una figura esquiva. A veces parece común y corriente, otras etéreo y hasta espectral. En su trabajo era un profesional consumado. Sin embargo, se veía a sí mismo como una especie de animal salvaje que se estaba quedando anticuado en un mundo cada vez más ordenado. Una vez habló del "implacable lamento" del tiempo dentro de su cabeza, y Fran­cesca Johnson lo describía como "un ser que vive

en lugares extraños, embrujados, muy anteriores a la lógica de Darwin".

 Quedan dos apasionantes preguntas sin res­puesta. En primer lugar, no hemos podido aclarar

qué ocurrió con los archivos fotográficos de Kinkaid. Dada la naturaleza de su trabajo, hubo probablemente centenares, millares de fotogra­fías. No se han recuperado. La hipótesis más creíble, y que sería coherente con la forma en que se veía a sí mismo y a su lugar en el mundo, es que las destruyera antes de su muerte.

 El segundo interrogante se refiere a su vida en­tre 1975 y 1982. Hay muy poca información al res­pecto. Sabemos que vivió modestamente unos años haciendo retratos en Seattle y que siguió fotogra­fiando la zona de Puget Sound. Aparte de eso no te­nemos nada. Un detalle interesante es que todas las cartas que le envió la "Social Security Administration" y la "Veterans Administration" llevaban la inscripción "Devolver al remitente" escrita de su

puño y letra, y efectivamente fueron devueltas.

 La preparación y la redacción de este libro han modificado mi visión del mundo, han transformado mi manera de pensar y, sobre todo, han reducido mi nivel de cinismo respecto a lo que es posible en el campo de las relaciones humanas. Al llegar a conocer a Francesca Johnson y a Ro­bert Kinkaid como lo hice, a través de mi investi­gación, descubro que los límites de esas relacio­nes pueden extenderse mucho más allá de lo que yo pensaba. Tal vez ustedes experimenten lo mis­mo al leer esta historia.

 No será fácil. En un mundo cada vez más in­sensible, todos hemos desarrollado caparazones

contra la sensiblería. No sé bien dónde termina la gran pasión y empieza el sentimentalismo. Pero nuestra tendencia a mofarnos de la gran pasión, y a tildar de sensibleros los sentimientos genui­nos y profundos, dificulta la entrada al reino de la delicadeza, tan necesaria para comprender la his­toria de Francesca Johnson y Robert Kinkaid. Sé que tuve que vencer esa tendencia inicial antes de poder empezar a escribir.

 Sin embargo, si ustedes se acercan a este texto renunciando momentáneamente a su increduli­dad, confío en que experimentarán lo que yo he ex­perimentado. En los espacios imparciales de sus corazones, pueden incluso encontrar, como Fran­cesca Johnson, un lugar para bailar otra vez.

 

 ROBERT WALLER

Cedar Falls, Iowa

 Verano de 1990